Thursday, July 14, 2005

Según el cura y el barbero

Melusina, señora de Lusignan
La habitación prohibida de Remondín y la mirada de la mujer-monstruo

Leyendo la cuidada edición de Kayoko Takagi a El cuento del cortador de bambú, me encontré con un mito japonés que absorbió mi curiosidad. Hoori, dios del arroz, espera un hijo de Toyotama Hime, la hija del dios del mar y ofrece construirle un pabellón para su alumbramiento. Sin embargo, se adelantan los dolores del parto y la princesa debe volver a su forma original para dar a luz. Toyotama le advierte a Hoori que no podrá presenciar esa transformación, quizá por vergüenza o por algún designio mortal. Como es de esperar, el impaciente Hoori se asoma a verla y encuentra a una especie de cocodrilo o serpiente marina que carga con sus fauces a un niño recién nacido. Destrozada, Toyotama huye de vuelta al hogar de su padre y abandona a su hijo. Según la editora, estamos ante el tópico de la habitación prohibida, el espacio cerrado mediante una maldición que, en términos argumentales, incita a la violar las restricciones y desencadena el conflicto. La prohibición funcionaría como eje de la tensión para el protagonista y el lector/espectador, que ansía, con el morbo de los peores voyeurs, descubrir qué se esconde entre cuatro paredes y por qué.
Y es que desde la antigüedad, nuestros temores y nuestras angustias tienen la forma de una habitación cerrada con una maldición tallada en el frontis. Recordé de inmediato la historia de Melusina, el hada mitad mujer, mitad serpiente cuya hora prohibida –la hora del baño- es quebrantada por el enamorado Remondín. Es el argumento de una de las novelas medievales que más he disfrutado y que pese a los siglos sigue punzando mis delirios más íntimos: la de Jean d’Arras, El libro de Melusina o la Noble Historia de Lusignan. Primero, por que se trata de una metáfora acerca de los peligros del conocimiento humano. El hombre que llevado por su curiosidad desea dominar su mundo y al profundizar más, solo se encuentra con la revelación del horror. Remondín puede escoger entre mantener las riquezas, el poder y la felicidad que ha ganado en compañía de su esposa, o romper su promesa y enfrentarse al riesgo de perderlo todo. El hombre que descorre las cortinas o se asoma por un agujero para contemplar a su mujer convertida en un monstruo marino se siente atropellado por eso qué tanto buscó: observar con impotencia el misterio de la hibridez. Es también, en una lectura mucho más personal, el acercamiento masculino al misterio tenebroso de la femineidad, como si se tratara de un espacio inviolable, inasequible desde nuestra condición de varones. Al parecer, cuando descubramos esa verdad sobre las mujeres que tanto nos perturba, nos encontraremos, como en un juego de espejos, con nuestra propia monstruosidad. Y más aún en la Edad Media, cuando la mujer además de portadora del pecado, era un ser fascinante y misterioso, cuyo cuerpo funcionaba con leyes inconcebibles, inabarcables.




Y es que Melusina acaba controlando también las riendas del gobierno, manda nombrar caballeros y sus hijos son grandes héroes que fundan monasterios y conquistan a los moros (no en vano, la novela también sirve de genealogía oficial a la estirpe de los Lusignan). La felicidad depende de su presencia, pero a su esposo le inquieta no poder verla mientras se baña. El espacio personal y también el de la desnudez, del cuerpo pleno, del secreto que parece guardarse hasta la eternidad y cuyo silencio garantiza la prosperidad de un hombre, se violenta por el afán de controlarlo todo, de no quedarse en los umbrales. Melusina sale volando del palacio y con ella, se esfuma la vitalidad de Remondín, el pacto de convivencia. El temor de no saberlo todo, de vivir una ilusión se transforma, una vez rebelada la verdad, en el horror de la propia curiosidad, el horror de compartir la alcoba con un híbrido incomprensible. Es, en el fondo, un alegato a favor del ignorante feliz, de instintivo señor que se aproxima al mundo con la confianza de que todo será y deberá ser igual siempre. La inquietud que nos deja Melusina (y para mi caso, las mujeres en general y una en particular) es el germen de una duda ética y metodológica. ¿Es preferible callarnos a veces?, es preferible no mirar?, no investigar?, no desenterrar?

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